martes, 28 de diciembre de 2010

Mórbido



Devorando los vestigios de un pollo,
chupándose los dedos,
apoderándose de un placer repugnante.
Su nariz, grande, deformada, disfrutaba la fragancia cocida.
Sabia bien, que en ese momento (aunque después siguiera
el infierno conformista de su cotidianeidad),  tenía
la plenitud del sabor, la punta de la mesa, los dedos bien puestos.
La familia, el mundo, caían a su alrededor,
ya estaba consumido por no dejar ni la sombra de ese animal.
El ruido de su gula lo excitaba,
el sexo erecto también lamia los restos.
Observé cómo su vida se reducía a esa explotación de gusto
y lo odié,
lo odié tanto que apagué la luz.

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